Ahora Gela veía el
mundo desde otra perspectiva. Desde arriba. Estaba sólo a un piso de
altura, pero para su pequeño tamaño implicaba un gran cambio.
Miraba a su alrededor: primero a un lado y a otro, arriba y abajo y
vuelta a empezar. Ni rastro de Oli. Así, que decidió que tenía que
pensar como bajar de ahí.
En primer lugar,
sopesó bajar tal y como había subido, pasando entre los huequecitos
que había entre las rejas, pero desechó la idea al arrimarse al
borde y sentir un ligero mareo. ¡Las tortugas no eran animales de
grandes alturas! Entonces, se dio la vuelta y examinó lo que había
tras ella. Vio una estancia, que ella supuso habitada por humanos,
pero no parecía haber rastro de ninguno de ellos, de ahí que
decidiera actuar deprisa, antes de que volvieran. Empezó a correr
todo lo deprisa que sus patitas le permitían y... ¡CHAF! Se dio un
golpe. Algo invisible le impedía pasar y dolía. “¿Qué está
pasando aquí?”, se preguntaba temerosa la tortuguita. Se aproximó
con cautela al misterioso ser y empezó a buscarlo, despacio, oliendo
y palpando con su cabecita el lugar. Enseguida notó algo frío y
liso. Era el cristal de la puerta del balcón, tan limpio que Gela no
lo había, ni tan siquiera, intuido. Por ahí no podía pasar.
Buscó y buscó un
resquicio donde no hubiera cristal, sin éxito. Así pues, tuvo que
volver a su idea inicial: saltar.
Se asomó al balcón
lentamente, examinándolo cuidadosamente. Desde luego, si saltaba,
quizá ni su resistente caparazón pudiera protegerla. Tenía que
pensar otra solución. Mientras meditaba y buscaba una alternativa,
vio una bolita oscura que se movía en la calle. Era Oli, que había
salido de su escondite y la buscaba.