Ahora Gela veía el
mundo desde otra perspectiva. Desde arriba. Estaba sólo a un piso de
altura, pero para su pequeño tamaño implicaba un gran cambio.
Miraba a su alrededor: primero a un lado y a otro, arriba y abajo y
vuelta a empezar. Ni rastro de Oli. Así, que decidió que tenía que
pensar como bajar de ahí.
En primer lugar,
sopesó bajar tal y como había subido, pasando entre los huequecitos
que había entre las rejas, pero desechó la idea al arrimarse al
borde y sentir un ligero mareo. ¡Las tortugas no eran animales de
grandes alturas! Entonces, se dio la vuelta y examinó lo que había
tras ella. Vio una estancia, que ella supuso habitada por humanos,
pero no parecía haber rastro de ninguno de ellos, de ahí que
decidiera actuar deprisa, antes de que volvieran. Empezó a correr
todo lo deprisa que sus patitas le permitían y... ¡CHAF! Se dio un
golpe. Algo invisible le impedía pasar y dolía. “¿Qué está
pasando aquí?”, se preguntaba temerosa la tortuguita. Se aproximó
con cautela al misterioso ser y empezó a buscarlo, despacio, oliendo
y palpando con su cabecita el lugar. Enseguida notó algo frío y
liso. Era el cristal de la puerta del balcón, tan limpio que Gela no
lo había, ni tan siquiera, intuido. Por ahí no podía pasar.
Buscó y buscó un
resquicio donde no hubiera cristal, sin éxito. Así pues, tuvo que
volver a su idea inicial: saltar.
Se asomó al balcón
lentamente, examinándolo cuidadosamente. Desde luego, si saltaba,
quizá ni su resistente caparazón pudiera protegerla. Tenía que
pensar otra solución. Mientras meditaba y buscaba una alternativa,
vio una bolita oscura que se movía en la calle. Era Oli, que había
salido de su escondite y la buscaba.
– ¡Oli!
–gritaba Gela con todas sus fuerzas. Pero sin mucho éxito, pues
estaban bastante alejados y Oli no podía oírla. Tenía que llamar
su atención de una forma distinta.
Buscó a su
alrededor y vio una bonita maceta, grande, con unas preciosas y
largas hojas verdes. Estaba plantada en un macetero el cual habían
decorado con unas bonitas piedras, lisas y redonditas. Eso era. Gela
cogió con cuidado una de las piedrecitas. Pesaba bastante para ella,
pero era fuerte. Apuntó hacia abajo, no demasiado cerca de Oli, pues
podía resultar peligroso, y la dejó caer.
La piedra cayó a un
metro de Oli, aproximadamente, e inmediatamente el ratoncito miró,
asustado, de donde provenía. La expresión de su cara, temerosa,
cambió al avistar a Gela.
– ¡Vamos
Gela! ¡Baja! –gritaba Oli, aunque a Gela le costaba entender lo
que decía.
Rapidamente,
comprendió que Gela no podía bajar. Él, que tenía experiencia en
librarse de situaciones de riesgo en su corta vida huyendo de
humanos, gatos y demás peligros, tenía que ayudarla. Enseguida vio
la solución.
Gela veía a su
amigo hacer movimientos. Él quería decirle algo. No lo entendía.
Saltaba, habría y movía las patitas, dibujaba algo en el suelo con
un palito. Imposible. Estaba claro que él quería que saltara, pero,
¿cómo? ¡se mataría! Entonces lo entendió. La planta. Ella tenía
que coger unas cuantas hojas de la planta y utilizarlas como si
fueran alitas. Tal y como hacían los pájaros de su tienda. No
estaba segura de lo que iba a hacer. ¿Funcionaría?
La tortuguita empezó
a arrancar algunas hojas. “Más vale que sobren que no que falten”,
pensó. Cogió dos con la boca y una con cada patita, como pudo. Se
puso en el borde del balcón, saltó y empezó a agitar las hojas con
fuerza. No funcionaba. Gela caía.
Estaba atemorizada.
¿Iba a morir? Ella no podía volar, así que soltó las hojas y se
metió dentro de su caparazón, muerta de miedo. Escondida dentro de
él, Gela llegó al suelo. Dio un golpe, dos, tres golpes y paró.
– ¡¡¡GELA,
GELA!!! ¡¿Estás bien?! –chilló el ratoncito muy asustado.
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